miércoles, 16 de diciembre de 2009

El peletero/Ángela (1 de 20)


25 Mayo 2009

1. De cómo vi a mi amigo Daniel entrar en un portal con aire furtivo.

Mi jornada de trabajo era intensa, de ocho de la mañana hasta cerca de las diez de la noche, catorce horas casi seguidas sin apenas interrupciones. En algunas ocasiones podía irme antes, todo dependía de los asuntos que hubiera que resolver. Al medio día, alrededor de las dos, nos tomábamos un pequeño descanso para comer. Había quien se llevaba la comida preparada de casa; en una de las habitaciones teníamos una nevera, un microondas, una pequeña cocina eléctrica y un fregadero, todo lo necesario, incluida la mesa y las sillas, para poder guardar productos frescos o calentarnos algo rápido y comer decentemente. Otros iban al restaurante, teníamos algunos de ellos cerca. Esos que anuncian comida casera y precios módicos.

Yo alternaba las dos modalidades, había temporadas que me traía la comida de casa y otras que iba con algún compañero a uno de esos restaurantes. Era un barrio con bastante oferta de este tipo, comida para oficinistas, dependientas y gente así, no especialmente buena ni tampoco mala ni variada, pero sí barata.

Aquella semana le había tocado el turno al restaurante más alejado de mi oficina. Restaurante “Circo”, ése era su nombre, ¿por qué?, porque su propietaria se llamaba así. Ana Circo López, así de fácil, no era ni malabarista, ni trapecista ni payasa, aunque por lo que alguno contaba es posible que fuera contorsionista.

Un jueves lo vi. Desde los amplios ventanales del “Circo”, y mientras tonteaba con su propietaria, vi a mi amigo Daniel entrar en el portal que se hallaba enfrente, al otro lado de la calle. Quise llamarle y saludarle, pero cuando abrí la puerta del restaurante él ya había entrado. Crucé la calle, me acerqué a la puerta, que era de madera, y me quedé allí sin saber qué hacer, como un pasmarote, miré los timbres del portero automático y regresé al restaurante para terminar mi café.

Me lo bebí pensativo. Mi amigo Daniel tenía un aspecto triste, la cabeza gacha, y al detenerse en la puerta del edificio miró a derecha e izquierda como si quisiera asegurarse que nadie le seguía. Me fijé en que había llamado a uno de los timbres y que le habían abierto desde alguno de aquellos apartamentos. Él no había usado ninguna llave para entrar.

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