miércoles, 16 de diciembre de 2009

El peletero/Ángela (2 de 20)


27 Mayo 2009

2. De cómo mi amigo Daniel renunció a divorciarse de su esposa.

En los últimos seis meses no nos habíamos visto, pero seguíamos siendo buenos amigos, no necesitábamos vernos cada día ni cada semana. Nuestros encuentros oscilaban entre un olvido falso y una frecuencia alta.

Recuerdo que los dos últimos años no habían sido buenos para Daniel. Sus negocios estaban en bancarrota y su matrimonio naufragaba por todas partes. Su esposa Cristina y él estuvieron varios meses, casi un año entero, separados, aunque no llegaron al divorcio.

Él se fue a vivir a un apartamento pequeño y barato que apenas podía pagar. Incluso le llegué a prestar dinero para cubrir alguna de sus mensualidades. Le ofrecí mi casa, pero sólo consintió venir el primer mes, hasta que encontró ese apartamento pequeño en una casa sin ascensor.

Durante todo este tiempo mantuvieron un “status quo” extraño, esperando una especie de milagro que en cierta manera se produjo.

Daniel siempre fue un hombre independiente y orgulloso, por eso me sorprendió lo que sucedió después.

Al cabo del año se reconciliaron y rehicieron su vida. Al menos eso decían, pero yo sé que no era así, él mismo me lo había contado. Me dijo que ella lo tenía agarrado del cuello, que dependía de su dinero. Por vergüenza no quiso contarme nada más ni yo tampoco le pregunté los detalles ni las intimidades, pero luego se sinceró conmigo. Ella había sido quien le había salvado de la bancarrota pagando sus deudas. Ése terminó siendo uno de esos secretos a voces, esa clase de cosas que todo el mundo sabe pero que nadie termina de contar abiertamente, tratando así, dicen, de salvaguardar la dignidad de los protagonistas de la historia.

Parecía que habían logrado restablecer la convivencia matrimonial, pero su vida íntima no existía. Eso me contó luego mi amigo, no tenían vida privada, únicamente pública. Su esposa parecía ser una de esas personas que valoran demasiado la opinión de los demás. Al menos eso decía Daniel y creo que tenía razón. Ya hacía muchos años que yo también la conocía. Era una mujer algo anticuada en ese tipo de cuestiones, de familia rica y de ideas conservadoras, pero que trataba de ser moderna y desprendida, laxa, relativista, en esa moda tonta que cree que cada cual tiene sus razones para actuar como lo hace, dando por supuesto que eso ya es de por sí suficiente. En según qué momentos me entristecía ver la mala interpretación que protagonizaba, sin darse cuenta de que no llegaba más que a ser una mala caricatura.

Un día, Cristina, pareció confesarse ante mí, esa fue la palabra que usó, confesión, como si yo fuera un sacerdote o un psicoanalista argentino. Sus lágrimas me parecieron sinceras. Me contó que no hiciera caso de chismes, que la razón de su vuelta era que amaba a su marido. Así lo contaba, decía que era ella la que había vuelto, no él. Seguramente era así, no soy quién para dudar de ello, pero también había de ser cierto lo que Daniel decía. Según mi amigo, él no debía solicitar el divorcio si quería que ella saldase sus deudas. Esas fueron las condiciones que le impuso su esposa. Daniel aceptó y al hacerlo evitó que los bancos lo dejaran literalmente en la calle.

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