viernes, 3 de septiembre de 2010

El peletero/La aguja del pajar (39)


Lecciones imaginarias, poéticas y desordenadas sobre arte y pintura.

39. La Torre.

Indudablemente la arquitectura es también un pecado de soberbia y a propósito de ella mi amigo peletero escribió un interesante texto poético usando una historia publicada en cómic, escrita por Benoit Peeters y dibujada por François Schuiten. Es un relato kafkiano y en buena parte es la cara opuesta de “El castillo” de Kafka. En la segunda un hombre pide entrar, en el relato de Bernoit alguien quiere salir, escapar. Dice así: “La soberbia es una torre que atraviesa el cielo como la luz de una antorcha. En ella se guarda un cofre con todos los secretos del mundo. La llave de este cofre pende del cinto de un anciano desmemoriado.

Con toda la modestia que lo define frente a otros instrumentos artísticos, mucho más potentes y con más prestigio, el cómic, con su encanto sencillo, nos abre él también las puertas a misterios tan profundos como los mismísimos cimientos de Babel. En el “comic book” que escribió Benoit Peeters y dibujó François Schuiten, titulado “La Torre”, se nos muestra cómo uno de los encargados del mantenimiento y conservación de una gigantesca construcción, que se eleva imperturbable hacia los cielos, ha quedado incomunicado y aislado. Este obrero, que allí vive solo en una pequeña cabaña entre enormes muros de piedra, preocupado exclusivamente en su labor de vigilancia y reparación, llega a perder el contacto que periódicamente establecía con sus otros compañeros y superiores. Ellos están también distribuidos en otras zonas de La Torre y con el mismo deber que él, evitar que se deteriore y colapse. 

Hace ya demasiados meses que no recibe respuestas a los mensajes que envía a través de palomas, esperando ánimos o alguna orden. Aislado en su zona de trabajo malvive como un náufrago perdido en un mar de piedras, arcos, bóvedas, contrafuertes, túneles, escaleras, rampas y arbotantes. Tanto tiempo hace que no tiene contacto con nadie que decide abandonar su puesto de vigía y marcharse. Todos los indicios señalan de forma inquietante que los demás se han ido, no tiene más remedio que abandonar su puesto, se dice después de mucho dudar. ¿Habrá que regresar?, supone. Pero regresar ¿a dónde?, no lo sabe. La Torre es su casa, toda su vida ha vivido en ella, reparándola y cuidándola y antes que él su padre y el padre de su padre. No puede imaginar otro lugar. No existe nada fuera de ella. Su horizonte se ha vaciado.
Lentamente va descendiendo. Piedras y solamente piedras va encontrando. La Torre es un mundo completo, sino es ya “Todo el Mundo”. Seres extraños y solitarios habitan rincones de la mole, ajenos al Orden que la construyó y la administraba. Nadie la ha visto entera. Las imágenes completas que de ella se tienen son fabulosas y fantásticas, meramente imaginadas. Su perfil y su tamaño son un mito ya indemostrable.
Pero unos cuantos siglos antes, Pieter Brueghel el Viejo, ya nos había pintado, con una precisión notarial, lo que algunos milenios atrás los hombres habían imaginado y algunos habían empezado ya a prefigurar en la vieja Sumer con sus zigurats: “La Torre de Babel”.
A las afueras de una industriosa ciudad flamenca a la orilla del mar, Brueghel erige una torre a medio construir que ya toca las nubes. En ella trabajan los obreros con sus poleas y sus grúas medievales, levantando cada peldaño, uno después del otro. Esta obra impúdica y desvergonzada contrasta con los siervos arrodillados, sumisos, humillados frente al rey que acaba de llegar para inspeccionar las obras. Postrados ante él no osan mirarle, no deben levantar la cabeza en su presencia. Pero más tarde, paradójicamente, sí deberán mirar al cielo para seguir construyendo muros cada vez más altos. 

Mientras los humos salen oscuros de las chimeneas de las casas, la torre los sigue imperturbable en su parsimoniosa ascensión al limbo.” (“El peletero y la Torre”, El peletero)
“La callejuela” y la “Vista de Delft”, son, en cambio, dos piezas distintas a “La torre de Babel”. Dos obras maestras de Vermeer, modestas, frías, sólo casas, edificios y un río. Y una mujer. Y un solo color. Son dos pinturas verdaderamente monoteístas.

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39M
-“Querido Víctor siempre me recordabas aquella canción que decía que nuestro amor fue como un niño perdido y sin norte, sólo un espejo de cosas bellas. Yo te pedía que llorases si querías llorar, que esperases a mañana para morir, pero tú me respondías que el dolor dura para siempre si se convierte en una canción. (“Em dius que el nostre amor” Joan Vergés - Toti Soler)”

Siempre fuiste el mejor, mi amado Víctor, pero cuando se ha tenido en la cama a Antonio, nuestro profesor, a Luigi, aquel italiano de Zaragoza, o a Nacho, el que estudiaba ruso, se ve el mundo de otra manera. ¿De cuál?, de forma más sencilla, nada tiene mucha importancia ya, pero tú te empeñabas en darle importancia a todo."  (La madeja. Cartas a un amigo.)

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39H
-“Ella, sentada de izquierda a derecha, nos está esperando. Con aire altivo no se sorprende de nuestra visita, ya sabe quienes somos y a qué hemos venido. Manet la pintó con un fondo oscuro, como la piel de su sirvienta, para que así, las sábanas blancas de su cama acojan debidamente el sonrosado de su carne. Este contraste de colores, claridades y oscuridades consigue proporcionar tanto volumen a su cuerpo desnudo que acaba por sobresalir del cuadro y permitirnos a nosotros, espectadores deslumbrados, tocarla. Su mano izquierda se posa sobre su muslo derecho ocultándonos el vello de su pubis, si es que aun lo conserva. Más recatada en su postura que la Maja de Goya, es, sin embargo, más descarada por su mirada directa y desafiante. Inquisidora nos observa y examina, y según sea lo que le demos ella nos dará, simulando darse para que le demos más de lo que ya le hemos dado, que es más de lo que nos ha pedido, que ya es mucho. (…) Ese es el trato, pues hay trato. Amor tratado para que parezca que no hay trato o para que parezca que no hay amor que de todo hay en los salones de Olimpia, esa mujer que consigue estar erguida estando tumbada, sin ni siquiera mirar las flores que la esclava le lleva de un admirador.” (“El peletero y el sexo”, el peletero) (El hilo. Cartas a una amiga.)

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