lunes, 8 de diciembre de 2008

El peletero/Pisando huevos



23 Junio 2007

Los cuatro nos habíamos quedado dormidos bajo la sombra de un árbol en la plácida hora de la siesta.

Era verano y todo el suelo estaba lleno de cáscaras de grillo, esa crujiente armadura abandonada por las crisálidas que ya se habían metamorfoseado en ninfas. En aquella hora tan calurosa de la tarde, debían de estar escondiéndose bajo las piedras y las grietas de Creta.

No podías evitar pisarlas a no ser que consiguieras levitar.

Levitar no pudimos, pero sí logramos dormir aquella noche en una azotea, sin techo ni capota que nos protegiese de las estrellas. Tres muchachos y una rubia gordita, a la que irritaba a su piel tierna el botón niquelado de sus jeans.

Nosotros cuatro en un solo colchón apropiado para cuatro, acompañando en aquella misma azotea a los dueños de la pensión, que según vimos también les gustaba dormir a la dulce intemperie de un verano mediterráneo, donde igual podías oír grillos que los ronquidos de un matrimonio feliz.

Tampoco pudimos evitar atropellar a los miles de cangrejos que, en un tramo de muchos kilómetros del recorrido, atravesaban irresponsables la carretera que nos conducía de la Habana a Varadero. Era ya de noche y empezábamos a estar muy preocupados porque la flecha que indicaba el nivel del depósito de gasolina de nuestro flamante LADA, fabricación soviética, se estaba acercando inexorablemente a cero. Empezó a llover tropicalmente y los cangrejos aumentaron. Parecía que pisáramos huevos o las hojas secas de un imposible otoño caribeño.

No había, ni por asomo, ningún surtidor de gasolina, ¿por qué debía de haber alguno? Así pues decidimos desviarnos y entrar en Matanzas, supusimos que nos sería más fácil encontrar combustible allí.

Mientras nos acercábamos, solamente el cielo negro de esta ciudad de nombre tan terrible, fulguraba y centelleaba. Tan era así, que pensamos que celebraban una fiesta con gran alarde pirotécnico, pero no, eran cientos de relámpagos que le caían encima, disparados desde unas oscuras, amenazantes y barrigudas nubes que descargaban también su agua, quizás para iluminar y señalarnos el camino. Ya sabemos que la naturaleza, cuando quiere comunicarnos algo, no tiene por costumbre usar la civilizada manera de los letreros. Los dioses son iracundos, un poco raros, y les gusta impresionar y atemorizar.

Todo salió bien, encontramos la gasolina rusa y conseguimos llegar a Varadero y localizar también el hotel. Nos registramos rápidamente y más deprisa aun nos fuimos a dormir. Aquello eran apartamentos muy cerca del mar y el nuestro tenía dos pisos y no sé cuantas habitaciones.

Al día siguiente, después de desayunar, nos marchamos directamente a la playa. La tormenta había pasado ya, y en aquella preciosa mañana lucía un sol ecuatorial, alto y demasiado blanco. Tan blanco como aquella polvorienta arena que más bien parecía talco para bebés que la sílice troceada de millones de conchas, vacías y estériles.

Extendimos nuestras toallas, nos sentamos encima, sacamos nuestra crema solar, protección total, dispuestos a embadurnarnos la piel para evitar las quemaduras, cuando… dos muchachas muy jóvenes y bonitas nos pidieron con dulzura y educación si les permitíamos que fueran ellas las que extendieran la crema en nuestras espaldas y pechos.

Fue decir “sí” cuando inmediatamente tuvimos al resto de los hermanos y primos sentados con nosotros, fumando nuestros cigarrillos y pagando con nuestro dinero los helados que todos ellos fueron a buscar. Luego, la familia entera se instaló en el apartamento de dos pisos, y fue entonces cuando comprendimos el por qué nos habían dado uno de tan grande.

En otra ocasión lo que no pudimos evitar fue una lluvia de insectos amarillos mientras nos tomábamos tan tranquilos una sopa de tomate en un restaurante que tenía las paredes de madera pintadas de un verde chillón, pero que desgraciadamente tampoco tenía cubierta.

Cenar fue imposible, pero la composición estética valió la pena. Cuando salió el camarero con un paraguas ya era demasiado tarde. La fotografía de la sopa conmemoró el instante y continúa estando en un lugar preeminente de nuestra memoria. Como también lo siguen estando las esculturas eróticas y pornográficas -que algunos llaman sexo explícito- de los templos de Khajuraho que íbamos a visitar a la mañana siguiente.

El fondo rojo del tomate con las salpicaduras amarillas todavía moviéndose para intentar no ahogarse, llenaba de dramatismo una escena más cómica que desalentadora. Si permanecías paciente podías observar cómo los insectos renunciaban al pataleo para abandonarse en aquel mal morir, hundiéndose, uno tras otro, hasta el fondo del plato.

La sopa volvía a su estado inicial, roja y lisa, igual que la piel de un verdadero tomate de huerta. Lista para ser comida de nuevo mientras la cuchara no restregara demasiado el fondo del plato, lleno de los cadáveres de los insectos amarillos, descansando por fin de su vida tan corta, pero seguro que muy intensa.

A la mañana siguiente fuimos a ver las esculturas.

La tribu cubana tuvo la ocurrencia de irse de paseo y dejarnos solos con sus dos niñas unta-cremas y antiguas gimnastas de competición que una inoportuna y persistente lesión las hizo abandonar. Nos dejaron solos con ellas y ellas no desperdiciaron la ocasión para echarse una buena siesta. Verlas dormir de aquella manera tan voraz, nos dio sueño también a nosotros que acabamos dormitando a su lado sentados los cuatro en el sofá del salón, frente a un televisor estropeado.

Cambia mucho, y es muy diferente ver a una pareja de humanos fornicar esculpidos en piedra, decorando las paredes de un templo consagrado a algún gran dios o diosa, que verlos fotografiados a todo color con la misma técnica que los padres fotografían a sus hijos recién nacidos y a sus mascotas, gatos, perros, loros o boas constrictor. Tan diferente como ver a los monos que llenan Jaipur, llamada también “la ciudad rosa”, “montarse” sin prejuicios ni esperas.

Tan diferente como aquel pequeño rosario de musulmanas, madres, hermanas, tías, hijas, que sentadas todas en el suelo de una de las balconadas del castillo rojo de Jaipur, descansaban mientras sus maridos y sus hombres terminaban la visita turística de la fortaleza. Vestidas con los más chillones y hermosos colores, se desvelaron el velo de seda que les cubría el rostro al pasar nosotros dos frente a ellas. Fue un acto de coquetería con un par de infieles, que no podían, ni debían, ni se hubieran atrevido hacer otra cosa que sonreírles y guiñarles un ojo con picardía, mientras ellas nos sonreían también y nos decían algo en su lengua, que me gusta pensar fue algún piropo o alguna obscenidad. Las mujeres son así, se desatan cuando saben que no entiendes lo que dicen.

Mientras tanto, nuestra amiga, gordita, y rubia iba llenando todo su cuerpo de esparadrapos para evitar el contacto con las diferentes partes de metal de su ropa, fueran botones, cinturones o cremalleras, todo le producía pruritos tomateros, excepto el oro de sus colgantes. El oro era lo único que su piel sensible no rechazaba. Por eso no entiendo cómo fue que se quedó dormida en la cubierta del barco que atravesaba el Egeo, sin importarle lo más mínimo ver la salida del sol. Nosotros tres allí estábamos, embutidos en nuestros sacos de dormir bien atentos al horizonte, esperando emocionados y contentos el regreso dorado del sol.

2 comentarios:

➔ Sill Scaroni dijo...

Me gustaran mucho tus textos ...
Saludos.
Sill

El peletero dijo...

Muchas gracias por tus palabras, Sill Scaroni, eres muy amable.

Saludos.