sábado, 14 de noviembre de 2009

El peletero/Meditaciones (6)



20 Marzo 2009

“Tres pets feu Salomó: lo primer en barba de aquell qui•s desfà per maridar sa fiyla” (Libre de tres)
“Tres pedos hizo Salomón: el primero en la barba de aquel que suspiraba por maridar su hija”
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Mi burdel preferido lo regentaba un transexual, por eso lo bautizó “La metamorfosis”.
Gregorio, así se llamaba la “Madame”, en honor de Gregorio Samsa, el protagonista del célebre relato de Franz Kafka, estaba viejo y gordo. Yo ya lo conocí en esa etapa final que sobreviene a las personas de cierta edad, ancianas. Es una época caracterizada por el pasmo y la estupefacción, no es éxtasis ni embeleso y sí un cierto asombro, una ligera enajenación, un desencanto, una sospecha, la certeza del fracaso, una desilusión.
Gregorio era un hombre refinado, tenía gusto por las cosas y las personas y fomentó la perversión del coleccionista. El burdel que dirigía ya era en sí mismo una colección, las putas lo eran y los clientes también. No un harén y sí una recopilación variable, fluctuante y cambiante.
En las épocas que tuvo dinero, buena parte se lo gastó comprando antigüedades, pequeñas piezas llenas de encanto, figuras que en su lejanía le llamaban como lo haría un enamorado llorón, uno que busca su antiguo amor perdido, fantasmas de jade, de mármol, de bronce verde, como si el liquen lo hubiera atrapado en un sudario de terciopelo.
Gregorio siempre afirmaba que en los objetos están contenidos esfuerzos, esperanzas, sueños y alegrías, que las cosas materiales son todo un cajón de sastre lleno de botones de antiguos vestidos y trajes, hilos que cuelgan de las agujas que los remendaron y zurcieron.
La belleza es una sirena, decía riendo, no hay mejor muerte que sucumbir a su canto.
A Gregorio le gustaba Etruria y ese arte escaso que permanece de su pasado, de allí tenía algunas pocas piezas modestas. Excepto las famosas pinturas de sus necrópolis poca cosa permanece, quedan ellas, sus murales y los nombres de los lugares, “Tarquinia”, “Vulci”, “Volterra”... Tumbas que mostraban en sus paredes escenas de banquetes y amor. Mujeres amantes de sus hombres amados a los que servían predispuestas. Como geishas, dirían los cursis, como hetairas recordarían los que no han ido nunca de putas. Lo hacían como señoras y dueñas, amas y propietarias, una de las mejores mil maneras de ser puta y mujer, decía Gregorio que no era ni puta ni mujer.
La “Etrusca” era una puta florentina un poco boba, morena y bastante peluda, de cabello hirsuto y cara de caballo guapo, al igual que su ánimo, que también era alegre y gozoso, de potro feliz. No tenía esa enigmática sonrisa característica de las estatuas etruscas y sí otra de llana y fácil como su cuerpo, abundante, salvaje, equino y animal. Era medio analfabeta, poco refinada, nada cultivada y tenía un Monte de Venus más poblado que los bosques de Umbría. La pelambrera le bajaba, en un fino hilo, directamente de su ombligo como si fuera un camino ribeteado de juncos y cañas de río, maleza negra que explotaba y florecía en el monte de la diosa y seguía impertérrito y exuberante por los lados de ese mar negro y rojo, para llegar, desvergonzado y húmedo, oloroso y humeante, a las mismísimas puertas del infierno, a la cueva de los vientos fétidos, a la trompeta de los diablos lenguaraces que siempre esperan otros labios y otras lenguas que los calmen.
Fui su cliente en numerosas ocasiones, me gustaban esos pechos de italiana que aunque no napolitana prometían todo lo que daban, y que yo tomaba como si fuera el que pagaba, que eso era lo que yo era, el pagano feliz por simular amar a toda una mujer que me hablaba en un italiano que parecía un catalán raro. Me decía sudorosa “ti amo” y también que “il tuo cuore sa cosa voglio da te” y me reclamaba, con los ojos mirando las cortinas “rosse” de la habitación, mi sincero “t’estim” mallorquín.
Fue la única de mis putas que me pedía eso mientras mi lanza vertía en su mano mi tembloroso corazón blanco.
¿Cuantos años viviste en Italia?, querido Gregorio, le preguntaba a mi amigo. Media vida, me decía sin prestarme atención. ¿Tanto?, no puede ser, no fueron tantos años, le replicaba yo. ¡Y tú qué sabes!, bibliotecario tonto, me respondía mientras escuchaba embelesado a uno de sus niños que más quería, Mássimo Ranieri, cantar “Rose rosse”: “Rose Rosse per te, ho comprato stasera, e il tuo cuore lo sa cosa voglio da te. D'amore non si muore e non mi so spiegare perche' muoio per te. Da quando ti ho lasciato Sara' perche' ho sbagliato ma io vivo di te.”
¿Por qué me llamas bibliotecario tonto?, le preguntaba a Gregorio.
Porque eso eres, hijo de Salomón, un bibliotecario tonto que no sabe que “ormai non c'e' piu' strada che non mi porti indietro amore sai perche'. Nel cuore del mio cuore non ho altro che te. Forse in amore le rose non si usano piu'.Ma questi fiori sapranno parlarti di me.” (1). Me cantaba gesticulando como lo hubiera hecho una Madonna de Rafael y riéndose de mí y en mis propias narices peludas.
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(1) “Rose rosse”, Mássimo Ranieri)

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